O diversidad de lo vivo, de lo otro y de los otros (incluido
ese querido y respetado Otro que nos enseñó a mirar Kapuściński).
Habitamos un planeta que rebosa diferencias por los cuatro costados, que nos puede pasmar
a cada paso si miramos el derredor con ojos de niño. Y todo se lo debemos a la maravillosa y fantástica
diversidad.
Cualquier amante de la naturaleza lo es en esencia de la diversidad
biológica. Como apuntaba nuestro añorado Gerald Durrell (acaso el mejor cronista de
lo vivo de todos los tiempos) la base de un buen naturalista reside en su
capacidad de asombro. Somos, los naturalistas, seres inquietos por todo lo
vivo, capaces de admirar con igual deleite una colonia de tijeretas en un árbol
del jardín que una manada de elefantes en las estepas africanas. La
biodiversidad es nuestra principal hacienda, por ello toda extinción es para nosotros el peor
de los fracasos, y en consecuencia, éste que nos toca vivir, el peor de los
tiempos.
Porque nos ha tocado vivir un tiempo en el que la diversidad de lo vivo, la vivodiversidad, mengua a pasos
acelerados. Y no como consecuencia del natural relevo de las especies, no
porque así lo marque la batuta (darwinistamente inexorable) de la evolución,
sino porque nosotros la estamos empujando fuera del tablero, porque estamos
acelerando todos los procesos de extinción entre quienes nos rodean, porque le hemos declarado la guerra a lo otro, a
los otros (y por supuesto al Otro: al diferente)
Y con la pérdida de diversidad lo que mengua fundamentalmente es la
belleza. Insistimos en avanzar hacia un mundo más ordenado, que nos condenará a habitar un planeta más triste. Y
debemos rebelarnos urgentemente ante tamaño desatino. La vivodiversidad es el mayor tesoro que heredamos, y la mayor hacienda que podemos legar a las generaciones futuras.
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