Sentado sobre un taburete de piel de foca, en la soledad de
un lago helado, un inuit mantiene la caña al tiento con un pez engarzado en el
anzuelo.
Esa foto en blanco y negro, recortada de un viejo número del
National Geographic, colgaba de una pared de mi cuarto en la casa
familiar.
Siempre he sentido fascinación por las tribus del Gran
Norte: sus peculiares rasgos, sus costumbres, la manera de relacionarse con un entorno tan duro
para adaptarse y sobrevivir a él.
Durante unas lejanas navidades en el pirineo aragonés tuve
ocasión de comprobar que aquella costumbre, la de pescar bajo el hielo, no era
exclusiva de los esquimales.
Sentado sobre un tronco en mitad de un ibón helado, un jóven ictiólogo y escalador de montañas, intentaba capturar peces bajo el hielo utilizando la
misma técnica.
Pero en este caso no era para comérselos, sino para
estudiarlos. Anotaba la especie, sus datos biométricos y los
devolvía rápidamente al interior del lago por el mismo agujero en el hielo, sin causarles ningún daño.
Gracias a él aprendí que durante el invierno, los peces de
los lagos de alta montaña se sumergen hasta el lecho para invernar como hacen
los lirones, permaneciendo allí inmóviles, con las constantes vitales reducidas
a su mínima expresión. Hasta que el sol de primavera empieza a resquebrajar la capa de hielo y el lago recupera su estado líquido. “Ahí abajo están como máximo a cero grados –me explicó-
mientras en el exterior, especialmente durante las noches de cielo raso, podemos situarnos muy por debajo de cero”
Y es que, como saben muy bien los inuits, el hielo es el mejor aislante en la alta montaña
cuando el termómetro se precipita bajo el signo negativo. Aquel lago era en realidad un gigantesco iglú.
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